Demolición
Una exposición de tres fotógrafos argentinos:
Alberto Goldenstein, Marcos López, Ataúlfo Pérez Aznar. Cuatro con el curador,
Guillermo Ueno, que realizó la selección y el montaje en base a ideas como:
Reunir los archivos de tres referentes, correr los
egos, sus “marcas registradas”, barajar fotos y repartir de nuevo, a ver si de
esos juegos surge algo más amplio que el estilo personal, ¿un lenguaje
fotográfico de acá? ¿Un idioma (fotográfico) de los argentinos?
Ueno ve la posibilidad de tratar a las imágenes
como kanjis (ideogramas chinos adoptados por Japón: siempre traducción),
signos-conceptos ambiguos que se articulan en sintagmas polisémicos, como en
poemas, como jaikus o tankas. De sus combinaciones resultaría una suerte de
gramática.
Citando al polaco Gombrowicz, “ciudadano de
segunda”, un periférico, para colmo desplazado, reivindica la inmadurez, la
inconsistencia de la tradición, y la libertad para hacer cualquier cosa, para
construir algo inédito, para desviarse, derivar, pirar.
Cobran protagonismo los procesos de trabajo. La
constancia. Los azares. La insistencia. Los descubrimientos. Están a la vista
las pruebas de contacto con las marcas de las elecciones, preferencias, pifies,
copias malas, ¿descartes? Las fotos detrás de las fotos. El taller se abre.
Al entrar y panear el gran galpón blanco: hay
fotografías distribuidas en las paredes, ampliaciones de los tres, mezcladas,
color, blanco y negro, en distintos tamaños, con distintos marcos, distintos
agrupamientos. Dípticos, tríos, septetos... Debajo, hacia el perímetro,
vitrinas (mesas vidriadas) con fotos surtidas, contactos, pequeños montajes,
miniaturas... Y en el centro tres mesas, una por autor, con cajas repletas de
“material” para revolver con guantes y estudiar con lupas.
Empiezo por las paredes. Reconozco alguna que otra
imagen. Me voy cruzando con las vitrinas. No vi en profundidad la obra de
ninguno. Hojié libros de Marcos López, algunas fotos en muestras colectivas,
sus imágenes circulando en Internet. De Goldenstein, ídem; menos aún. De Pérez
Aznar, muy poco, el más incógnito. Veo que circulan unos “mapas” (o machetes)
que indican a quién pertenece cada foto, ¿una especie de analgésico para la
incomodidad de no saber quién hizo qué?
No es M.L. el del Supermán de la loma con
curiosos. Ni sacó A.P.A. esa vibrante Madre de la Plaza. El Lobo Marino sí es
de A.G. Pero eso hay de todos.
Me acuerdo de los Blindfold Test,
audiciones de música a ciegas, de Leonard Feather para la revista Metronome:
le pedía a un músico que escuchara un tema (sin saber el intérprete) y diera
sus impresiones; después, sabiendo, volvían a escuchar. Dato colorido: la
“Chica Pepsi” en el catálogo se le adjudica a Marcos López pero en el “mapita”
a Goldenstein.
Me parece preferible disfrutar los beneficios de
la ignorancia. Imposibilitado y eximido de atribuir a cada foto su autor, me
confronto con las imágenes, con sus combinaciones. Trato de ver qué me dice
cada fotografía, y qué se arma entre unas y otras. Dar con pistas de esa
gramática sugerida y elusiva. Encontrar formas de ¿lo argentino?
Me siento como un estudiante inicial, saliendo de
un aeropuerto a un país que habla su nueva segunda lengua. Reconocer ciertos
signos, darse cuenta de ritmos, tonadas, y de todas las referencias que se
escapan. No es una simple y ordenada retrospectiva de tres grosos, una
antología de grandes éxitos, ni de lados B. Tampoco es una historia ni
cronología de la fotografía argentina contemporánea. Pero las biografías y las
obras están atravesadas por la vida social, y los trabajos de estos tipos
abarcan desde los 70s al presente. ¿Una generación? Más de tres décadas de
laburo, de cámara y laboratorio, de bocetos, de producción, de muestras y
publicaciones.
En las imágenes aparecen los signos de los tiempos
que corren, testimonios de un cambio de siglo: cambian las películas, las
pilchas, los pelos, los coches, los packaging de la cultura. Y la atmósfera,
densa de la dictadura, el destape a la vuelta de la democracia, cultura rock,
carnavales travesti, relojes digitales, los modernos y bifaciales 90s, viajes
al exterior, cóvers, la antropofagia de íconos y marcas importados...
Percibo lo argentino en lo fotografiado, en los
rasgos, los paisajes, los objetos propios de nuestra cotidianeidad, y en cosas
que se nos cuelan, suvenires traídos por turistas, viajeros, migrantes... Mar
del Plata x 3, las reposeras, los pañuelos en la cabeza, ojotas, la mersada y
la paquetería, parar en la peatonal, buzos remangados, los logos del Pancho 95,
el morochaje y los gestos de refinamiento, los objetos sobre una mesa de luz,
un Falcon en la puerta del Metro, y un Chevy con chapa de Massachussets,
cortinas plateadas y unas tumbadoras en un cabaret, la revista que cubre el
rostro del burrero, pesos ley, reinas provinciales, changos del súper, del
norte, chinas, gauchos, gaúchos, guachitos, pastizales, yuyerío,
costaneras, baldíos futboleros, pampa, edificios, monumentos, una vaca y la
calavera con piedras preciosas, cráneos, velorios, cementerios, fotos de
galerías, desnudos de museo, fotos de fotos... Cientos de fotos. Muchas más de
las que se podrían ver si se les diera el tiempo que requieren. Y en suma, un
territorio vasto, de límites porosos, con fronterizos y migrantes, llegados por
agua, por tierra, por aire, fugados... Más allá de la ficción de las aduanas,
¿hasta dónde alcanza, dónde empieza a terminar? Yungas, Brasil, Cuba, la
Estatua de la Libertad en Buenos Aires, adobes y avenidas... Un sobre de papel
madera con fotos de Goldenstein dice en fibrón: “Norte, Zurich, Mar del Plata”.
¿Será que hay algo argentino, no (sólo) en lo fotografiado, sino en la mirada?
¿Una visión argentina?
Se me vienen algunas reflexiones, pero antes hago
uso de mi derecho a mandar fruta, a decir lo aparecido sin justificar: más allá
de la enumeración infinita de elementos visibles, algunas imágenes cautivan por
su aura de nostalgia, ironía, calidez... ¿la temperatura afectiva de la luz?
Una sensualidad que siento cercana, como esas primeras tetas birladas de una
película en Función privada. Un modo de la elegancia, que se da como
disposición a lucir tal cual se es, más que como sobriedad. Cierta picardía
criolla, en los ojos del retrato y en la mirada del retratista, de la picaresca
de Olmedo hasta el delirio alla Cha Cha Cha. El afán de exagerar.
La saturación de la clase media, en Mardel (o en Liniers), entre los familiones
de vacaciones y la aristocracia local, la admiración por lo inaccesible y el
riesgo de lo tan cercano, esa oscilación entre el centro afuera y la periferia
interior... Impresiones fugaces... Y ahora sí, algunas ideas:
Bajar del pedestal. La deconstrucción de los
estilos personales da lugar a sorpresas. Al seguir, por ejemplo, el despliegue
de la forma humana, los retratos, francos frente a la cámara, entrevistos,
capturados del vértigo, distintos desnudos, desnudeces, de la intimidad a la
exhibición, de la carne a la escultura, maniquíes de taller y de vidriera,
autorretratos y sombras de fotógrafos, siluetas, caretas, disfraces, trajes,
prótesis, estatuas que dialogan con el paisaje y con la historia, estampitas
que dialogan entre sí... Si bien la mezcla de fotos sin nombre puede reposar
sobre el reflejo de la identificación, sobre la presunción y su probable error,
lo que se evidencia son búsquedas cercanas, simultáneas, compartidas, coincidencias
en tres fotógrafos con características propias que no tienden a asociarse...
Los juegos que se arman en las paredes y las vitrinas proponen conexiones
novedosas entre imágenes, y momentos, y temáticas.
Hay un premio a la paciencia, a la observación
atenta y libre de ansiedad. Al revolver las cajas de los autores en las mesas
centrales, reaparecen muchas de las fotos que vimos entremezcladas sin
atribución, y se revela quién las tomó. Vemos “la misma foto” en dos versiones,
tres, cuatro.... Tiras de pruebas marcadas con una cruz, con un punto, con un
sí, un no... Planchas recortadas, que ostentan el vacío de la elegida.
Contactos y ampliaciones, copias defectuosas, pruebas que se lucen en otro
punto de la instalación, y que en algún punto podrían intercambiar lugares;
muchas con “errores”; muchísimas “perfectas”. Más de las que uno podría ver en
una o dos visitas, si se detuviera el tiempo que cada una requiere. De eso se
trata, ¿no? De la atención, y el tiempo que transcurre en cada imagen, las relaciones
que se tienden...
Es notable cómo cambia la misma imagen dentro de
las series meditadas de paredes y vitrinas, donde cada foto tiene su por qué,
su porque sí; y dentro de las series más aleatorias de las cajas, donde,
trastocadas, toqueteadas por las visitas, las fotos “elegidas” se aprecian en
relación con sus compañeras “desestimadas”, que les dan relieve, y con
búsquedas paralelas, con otros agrupamientos.
Por un lado, se refuerza la significación de esas
combinaciones “gramaticales” de la selección y el montaje: esos sintagmas
multidireccionales que forman dos, tres, cinco fotos presentadas en conjunto; y
todas las posibles sustituciones paradigmáticas. Cada imagen, que significa
múltiplemente, participa de secuencias, se ve afectada por las próximas, las
que le siguen y la anteceden -no en una sucesión lineal como en la escritura
sino en el recorrido que arma la mirada, como cuando, tras el golpe de vista,
se van descifrando los números de los dados que arrojó el cubilete-, y cada
imagen pertenece a más series de imágenes, varias de las cuales podrían
sustituirla en la secuencia. Muchas fotos de las cajas podrían ocupar un lugar
más “destacado”, reemplazar a las más visibles.
Revolver las cajas con pruebas, meterse en esa
intimidad de los procesos, devuelve a estos tres grandes al lugar de
exploradores, de laburantes, de buscas... Y lo mismo corre para el curador y la
muestra. Ueno equipara a estos tres capos, y a sí mismo, con otros fotógrafos,
con cualquiera, con cualquier observador sensible, cazador de epifanías,
perseguidor de formas... Las fotos, así manipuladas, regresan al terreno de la
práctica, al territorio de lo perfectible, de lo debatible, lo decidible, del
criterio y el gusto, del capricho.
Otro ejemplo para ilustrar una idea que se
desprende: en una de las vitrinas hay un paquetito de copias mini, una pila
(una bocha) de fotos, sostenidas por una banda elástica. Vemos la cara
superior, una que se asoma, tres desplegadas en la base. Y queda en evidencia
que sólo vemos la punta del iceberg, que detrás de cada imagen hay tantas
otras, registradas y no, acaso con defectos técnicos, hallazgos emotivos.
Podemos pensar que cada fotografía es una caja,
que contiene montones de fotos, que cada impresión sobre la superficie sensible
tiene, además de la profundidad de la imagen, el volumen de los intentos que
dan densidad a los aciertos. Y la muestra cobra algo de puesta en abismo.
Texto, Fernando Aíta.
Fotografía, Alberto Goldenstein.
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