domingo, 2 de marzo de 2008
Daguerrotipo.
Me gusta filmar gente de verdad
No lo digo para hablar mal de los actores, ni de su capacidad de inventar una realidad diferente, ni para minimizar el trabajo de los que ruedan en estudio, pero nada me excita tanto como encontrar en la vida real modelos y personajes, para filmarlos... o no.
Me gusta verlos ponerse en escena ellos mismos, escuchar cómo hablan, observar sus gestos, sus decorados y los objetos de que se rodean. Se podría decir que lo real hace aquí su propio cine. Se desplazan como si se les hubiese indicado qué hacer. Para percibirlo, basta con quedarse quieto, permanecer simplemente allí un buen rato. (Hablo así a sabiendas: se pasa un "buen" rato si a uno le gusta la gente y su realidad.)
Una señora camina por la vereda con varios baldes de plástico de colores. Algunos pasos detrás la sigue un hombre que lleva bajo el brazo una enorme bandeja de plata.
¡El montaje ya está ahí!
Otro día, dos vagabundos pasean carritos llenos de bolsas de plástico y enseguida, tras ellos, pasa una dama que, también en un carrito, pasea a un bebé vestido como un muñeco de Michelin.
En otro lugar, habla una pareja como dos esgrimistas que se miden, aparentemente fair- play.
¡En guardia! Juego de piernas y de palabras... ¡Touché! ¡Herido!
Más lejos, un técnico realiza los gestos precisos de su oficio mientras silba «All You Need Is Love».
Otros trabajadores tienen aspecto de extras: veo un grupo de alcantarilleros equipados como es debido, pero sus mamelucos son color naranja, azul marino, kaki. Cruzan la calle cantando y riendo, balanceando sus lámparas.
Cualquiera hubiera dicho que se trataba de un musical.
Hay también visiones furtivas, debidas a una puerta abierta, o a una ventana que atraviesa nuestra mirada. Una vez caminaba lentamente por la calle y vi en la vereda de enfrente, al fondo de un negocio abierto, una habitación mal iluminada y una mujer que levantaba los brazos sentada en el borde de la cama. Su cuerpo sentado de perfil estaba iluminado de frente, y a su lado, como una sombra, se hallaba un hombre que la miraba. Era un drama. No puedo olvidar esa imagen entrevista durante seis o siete segundos, pero poderosa como una pintura de Hopper, o como una escena de un film norteamericano de los años '50.
El documental establece la comunicación.
Fue así que en 1975, luego de vivir durante veinte años en la misma calle, aprendí a ver mejor a mis vecinos comerciantes haciendo un documental.
DAGUERRÉOTYPES
Hacia 1973, Eckart Stein, de la ZDF, me había propuesto darme "carta blanca" para su programa más o menos marginal…..
La oportunidad de comenzar el film me la dio un mago que pegó un afiche en el café de la esquina: anunciaba en él un espectáculo para el sábado siguiente. Yo agité en dirección de Mainz mi carta blanca, y ésta se convirtió en un cheque. Reunimos nuestras reservas, la INA completó lo que faltaba. Así nació Daguerréotypes, un film sobre los pequeños comerciantes de mi manzana en la punta de la calle Daguerre, del lado de la Avenida Maine, reunidos por Mr. Mystag para un espectáculo en el café (sin aumento del precio de las consumiciones).
Luego de cuatro años de inactividad (por diversas razones, entre ellas el nacimiento de Mathieu), volver a tomar contacto con el cine por medio de un documental era lo mejor que me podía pasar, aún más teniendo como tema a mis vecinos, esos que dejan sus puertas abiertas. Era como si fuera a hacer las compras en "mis" comercios habituales, pero con una cámara llevada por Nurith Aviv, cuyas imágenes ya había advertido yo en un extraño film llamado Erica Minor.
Rodamos con un equipo muy pequeño. Y digo bien, pequeño. Ni Nurith, ni Christote que hacía la dirección de producción y la secretaría del rodaje, ni yo, pasamos del metro cincuenta y cuatro. Ibamos y veníamos, como tres pequeños ratoncitos que se esconden detrás de la caja de una tienda, o en un rincón entre dos paquetes.
El grupo electrógeno, comúnmente grande, se eclipsaba luego de dar luz y el ingeniero de sonido se ocultaba también, dejando como único rastro su percha con el micrófono. Es decir que los negocios quedaban limpios, y los clientes podían comportarse normalmente. Nurith, con un sentido extraordinario de los movimientos orgánicos, pasaba de un gesto a un rostro, luego a un objeto, o al conjunto. Yo cada tanto le murmuraba algo al oído, pero ella se daba cuenta de lo que quería filmar.
Resulta que de pronto un tipo entra en la mercería para comprar dos botones de camisa a veinte centavos, paga y sale de nuevo sin sonreir… y sin echar una sola mirada a la cámara.
Esa compra de dos botones era la prueba de que nuestro método servía: discreción, inmovilidad, escucha. Yo había agregado al reportaje algunas preguntas como: ¿Cuáles son sus sueños?, o ¿Dónde se conocieron?, ya que todos los comerciantes trabajaban en parejas. El inmovilismo de ese mini-barrio tomó la forma de fotografías filmadas. Ellos mismos se convierten, al posar hacia el final del film, en retratos fijados en el tiempo, pero algunos cabellos se mueven, se esboza un gesto, ¡respiran! Son daguerrotipos vibrantes.
El montaje era difícil, apasionante y largo. Sólo un poco más tarde comprendí por qué mis vecinos me habían fascinado tanto. Ocurrió que mientras los filmaba no me hallaba muy lejos de ese bebé que tanto me costaba cuidar y al que no quería abandonar.
Lo que había hecho las veces de organización se revelaba de pronto como otra cosa distinta. Por ejemplo, para no molestar a los comerciantes, iluminábamos sus negocios colgando a nuestra costa un gran cable eléctrico que iba de nuestra casa a lo de ellos pasando por la ranura del buzón. Ese cable medía noventa metros, era imposible iluminar y filmar a mayor distancia. Más tarde pensaría a menudo en ese hilo que me había mantenido unida a mi casa y al pequeño Mathieu. Era el cordón umbilical, ¡todavía sin cortar! Mis vecinos me intrigaban desde hacía mucho por cierto, y ese documental me parecía necesario. Pero el film no era solamente la gente de la calle, era también lo que pasaba en mi interior.
No creo en la inspiración que viene de afuera, si no viene también del cuerpo y de una experiencia inmediata a veces desprovista de ideas. Eso es lo que yo llamé "documental subjetivo" a partir de L'Opera-Mouffe.
Me parece que cuanto más me motiva lo que filmo, más lo hago con algo que se parece a la objetividad. Partimos de lo que sentimos y atravesamos lo real para comunicarnos.
Nadie es cineasta en su barrio, o Filmografía de mis vecinos
Mi querida vecina italiana, Adelgisa A., cuya ventana, en planta baja, daba sobre nuestro patio (cuando niña, Rosalie saltaba por el balcón e iba a probar sus pasteles) apareció en el pasillo de la cartomante de Cléo, entre los clientes que esperan.
Mis viejos panaderos de los años setenta, el señor y la señora C., fueron una de las parejas de comerciantes de Daguerréotypes. Su pequeño hijo fue el bebé de Therèse Liotard en L'Une chante l'autre pas. En Jane B. par Agnès V., Henri se cubre de harina con Maurel et Lardy (Birkin y Betti). En Réponse de femmes, Marie habla del cuerpo de las mujeres y la publicidad. Unas palabras sobre ambos: Henri era el decano de los panaderos de París. Me invitaron a la alcaidía cuando le dieron una medalla. Luego Marie murió, y él cerró la panadería, a la espera de vender el fondo de comercio. Estuvo así dos o tres años. Como para no perder el fondo de comercio no podía cerrar el local, exponía todos los días una docena de panes que le proveía un colega. Los vendía él mismo en dos tandas, para permanecer abierto mañana y tarde. Si no, se sentaba en una silla colocada delante de la puerta lateral abierta que daba sobre el horno extinto. Su perrazo merodeaba, esperando que volviera a entrar.
Dado que mis ferreteros, peluqueros, almaceneros, y otros vendedores minoristas habían participado en el rodaje de Daguerréotypes, era natural que les pasara el film en función privada antes del estreno. Aproveché el 14 de julio (1976), día en el que se puede invadir la calle, con motivo de un baile, por ejemplo. Esta vez fue con motivo de un film. Invité de palabra a toda la gente del barrio para que vinieran con sus sillas.
Habíamos extendido una pantalla alquilada en el fondo de la calle que es nuestro patio. Vinieron con sus sillas y sus cochecitos rebosantes de bebés. El portón estaba abierto, los espectadores desbordaban sobre la vereda y un poco sobre la calzada, protegidos por un coche atravesado. Algunos jóvenes se sentaron incluso sobre el reborde del techo del primer piso, con los pies balanceándose como en Grecia en verano.
Proyección. Al igual que con los pescadores de La Pointe Courte, vi claramente que para mis vecinos el film no era otra cosa que una serie de fotos animadas sobre la pantalla, que comentaban en voz alta: "Viste el perro de Napoléon, oh... Gilbert... Qué feo peinado..." etc.
En concordancia con su comportamiento en la tienda, la dulce y amnésica señora Chardon Bleu se levantó durante la proyección y quiso salir. La sombra de su cabeza describió algunas idas y venidas sobre la pantalla, y el señor Chardon Bleu la hizo sentarse del mismo modo en que la hacía volver cada tarde cuando se iba. Luego se quedó tranquila.
Risas estallaban todo el tiempo. Risas de timidez de los que se descubrían en la pantalla, risas de burla amable. Risas porque el señor Mystag transformaba el agua en vino. Y hubo precisamente una vuelta de vino blanco luego de la proyección, entre ruido de sillas arrastradas o plegadas. Aun con aspecto de estar contentos, ninguno de los espectadores de ese 14 de julio me habló de las imágenes, del montaje o del comentario de mi film, ni de lo que habían sentido.
Sólo la señora panadera me pidió verlo de nuevo. La llevé en coche a un cine-club en el 17° Distrito, donde tenía lugar una función preliminar. A pesar de la presencia de Simone Signoret, a la que adoraba, y de la de Chris Marker, al que ignoraba, mi panadera formuló juiciosas preguntas durante el debate y durante la vuelta en coche. Ella es la única, entre mis vecinos y vecinas, que me habló de mis películas entre 1951 y 1976.
Hubo un solo cambio –sólo uno– entre el antes y el después de Daguerréotypes. Habían comprendido que el cine es un auténtico trabajo. Habían visto a Nurith llevar la cámara de 16mm sobre sus espaldas, nos habían visto comenzar muy temprano con la iluminación de los locales... Antes, me tomaban por una artista algo mistificadora e inconformista. Después, me había convertido en una trabajadora.
La calle Daguerre por Agnès Varda [Fragmento de Varda par Agnès, Éditions Cahiers du Cinéma, Paris, 1994, pp.142-145. Traducción: Fernando La Valle.]
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