lunes, 20 de julio de 2009

María Zambrano.

CLAROS DEL BOSQUE


E L C L A R O del bosque es un centro en el que no siempre es
posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algu-
nas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino
que un alma habita y guarda. Algún pájaro avisa y llama a ir
hasta donde vaya marcando su voz. Y se la obedece; luego no
se encuentra nada, nada que no sea un lugar intacto que parece
haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará
así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección
inmediata de los claros del bosque: no hay que ir a buscarlos, ni
tampoco a buscar nada de ellos. Nada determinado,
prefigurado, consabido. Y la analogía del claro con el templo
puede desviar la atención.
Un templo, mas hecho por sí mismo, por "Él", por "Ella" o
por "Ello", aunque el hombre con su labor y con su simple paso
lo haya ido abriendo o ensanchando. La humana acción no
cuenta, y cuando cuenta da entonces algo de plaza, no de
templo. Un centro en toda su plenitud, por esto mismo, porque
el humano esfuerzo queda borrado, tal como desde siempre se
ha pretendido que suceda en el templo edificado por los
hombres a su divinidad, que parezca hecho por ella misma, y
las imágenes de los dioses y seres sobrehumanos que sean la
impronta de esos seres, en los elementos que se conjugan, que
juegan según ese ser divino.
Y queda la nada y el vacío que el claro del bosque da como
respuesta a lo que se busca. Mas si nada se busca, la ofrenda
será imprevisible, ilimitada. Ya que parece que la nada y el
vacío –o la nada o el vacío- hayan de estar presentes o latentes
de continuo en la vida humana. Y para no ser devorado por la
nada o por el vacío haya que hacerlos en uno mismo, haya a lo
menos que detenerse, quedar en suspenso,










en lo negativo del éxtasis. Suspender la pregunta que creemos
constitutiva de lo humano. La maléfica pregunta al guía, a la
presencia que se desvanece si se la acosa, a la propia alma
asfixiada por el preguntar de la conciencia insurgente, a la
propia mente a la que no se le deja tregua para concebir
silenciosamente, oscuramente también, sin que la interruptora
pregunte la suma en la mudez de la esclava. Y el temor del
éxtasis que ante la claridad viviente acomete hace huir del
claro del bosque a su visitante, que se torna así intruso. Y si
entra como intruso, escucha la voz del pájaro como reproche y
como burla: "me buscabas y ahora, cuando te soy al fin
propicio, te vuelves a ese lugar donde respirar no puedes", o
algo por ese estilo suena en su desigual canto. Y un cierto
sosiego puede procurar ese reproche y esa burla. En la escena
de las bodas, único momento en que Dante encuentra cara a
cara a Beatriz, la ve burlarse al modo de una dama sin más,
con sus amigas, de la turbación que el enamorado sin par
experimenta al verla de cerca y al poder servirla
inesperadamente. Y huye a la pieza vecina, y el amigo
introductor -guía- le pregunta por la causa de tanta turbación.
Io tenni li piedi en quella parte del avita di là de la quale non
si puote ire più per intendimento di ritornare.
Y aparece luego en el claro del bosque, en el escondido y
en el asequible, pues que ya el temor del éxtasis lo ha igualado,
el temblor del espejo, y en él, el anuncio y el final de la
plenitud que no llegó a darse: la visión adecuada al mirar
despierto y dormido al par, la palabra presentida a lo más. Se
muestra ahora el claro como espejo que tiembla, claridad
aleteante que apenas deja dibujarse algo que al par se
desdibuja. Y todo alude, todo es alusión y todo es oblicuo, la
luz misma que se manifiesta como reflejo se da oblicuamente,
mas no lisa como espada. Ligeramente se curva la luz
arrastrando consigo al tiempo. Y no se olvidará nunca que la
curvatura de luz y tiempo no es castigo, o que no lo es
solamente, sino testimonio y presencia fragmentada de la
redondez del universo








y de la vida, y que el temblor es irisación de la luz que no deja
de descender y de curvarse en todo recoveco oscuro, que se
insinúa así, ya que directamente no puede sin violencia
arrolladora permitirse entrar en nuestro último rincón de
defensa. Y los colores mismos nacen para hacernos la luz
asequible. Y el Iris resplandece, antes que arriba en los cielos,
abajo entre lo oscuro y la espesura, creando así un imprevisible
claro propicio.
Brillan los colores sosteniéndose hasta el último instante
de un desvanecimiento en el juego del aire con la luz, y del
cielo que apenas perceptiblemente se mueve. Un cielo
discontinuo, él mismo un claro también.
Y los colores sombríos aparecen como privilegiados
lugares de la luz que en ellos se recoge, adentrándose para
luego mostrarse junto con el fuego en la rama dorada que se
tiende a la divinidad que ha huido o que no ha llegado todavía.
Y así son breves los detenimientos del amigo del bosque. Un
doble movimiento lo reclama sobreponiéndose: el de ir a ver y
el de llegarse hasta el límite del lugar por dónde la divinidad
partió o la anunciaba. Y luego hay que seguir de claro en claro,
de centro en centro, sin que ninguno de ellos pierda ni desdiga
nada. Todo se da inscrito en un movimiento circular, en
círculos que se suceden cada vez más abiertos hasta que se
llega allí donde ya no hay más que horizonte.
Alguna figura en esta lejanía anda a punto de mostrarse al
borde de la corporeidad, o más bien más allá de ella, sin ser un
esquema ni un simple signo. Figuras que la visión apetece en
su ceguera nunca vencida por la visión de una figura luminosa
ni por esplendor alguno. Algún animal sin fábula mira desde
esta lejanía. Algún jirón se desprende de una blancura no vista,
algo, algo que no es signo. Nada es signo, como si se
vislumbrase un reino donde lo que significa y lo significado
fuera uno y lo mismo, donde el amor no tiene que ser
sostenido ni la naturaleza ande como oveja perdida o
sorprendida que se aparece y se esconde. Y la luz no se refleja
ni se curva







ni se extiende. Y el tiempo sin derrota no transcurre, allá lejos
donde se enuncia el centro al que espejan en instantes los
claros de este bosque.
Y la visión lejana del centro apenas visible, y la visión que
los claros del bosque ofrecen, parecen prometer, más que una
visión nueva, un medio de visibilidad donde la imagen sea real
y el pensamiento y el sentir se identifiquen sin que sea a costa
de que se pierdan el uno en el otro o de que se anulen.
Una visibilidad nueva, lugar de conocimiento y de vida
sin distinción, parece que sea el imán que haya conducido todo
este recorrer análogamente a un método de pensamiento.
Todo método salta como un "Incipit vita nova" que se nos
tiende con su inajenable alegría. Se oye el alleluia en el
Discurso cartesiano. El resonar del voto aceptado al descubrir
la "Clarté" a la oscura sacra Madona de Loreto. Mas lo que se
vislumbra, se entrevé o está a punto de verse, y aun lo que
llega a verse, se da aquí en la discontinuidad. Lo que se
presenta de inmediato se enciende y se desvanece o cesa. Mas
no por ello pasa simplemente sin dejar huella. Y lo entrevisto
puede encontrar su figura, y lo fragmentario quedarse así como
nota de un orden remoto que nos tiende una órbita. Una órbita
que menos aún que ser recorrida puede ser vista. Una órbita
que solamente se manifiesta a los que fían en la pasividad del
entendimiento aceptando la irremediable discontinuidad a
cambio de la inmediatez del conocimiento pasivo con su
consiguiente y continuo padecer.
Todo método es un "Incipit vita nova" que pretende
estilizarse. Lo propio del método es la continuidad, de tal
manera que no sabe pensar en un método discontinuo. Y como
la conciencia es discontinua -todo método es cosa de la
conciencia- resulta la disparidad, la no coincidencia del vivir
conscientemente y del método que se le propone.
Surge todo método de un instante glorioso de lucidez que
está más allá de la conciencia y que la inunda. Ella, la





conciencia, queda así vivificada, esclarecida, fecundada en
verdad por ese instante. Si el método se refiere tan sólo al
Conocimiento objetivo, viene a ser un instrumento, lógico al
fin y sin remedio, aunque vaya más allá del "Organon"
aristotélico. Y queda entonces como instrumento disponible a
toda hora. Mas no a toda hora el pensamiento sigue la lógica
formal ni ninguna otra por material que sea. La conciencia se
cansa, decae y la vida del hombre, por muy consciente que sea
y por muy amante del conocer, no está empleada
continuamente en ello. Y queda así desamparado el ser, queda
librado a todo lo demás que en sí lleva, y que si ha sido
avasallado, amenaza con la rebelión solapada y con la simple y
siempre al acecho inercia.
Y así sólo el método que se hiciese cargo de esta vida, al
fin desamparada de la lógica, incapaz de instalarse como en su
medio propio en el reino del logos asequible y disponible,
daría resultado. Un método surgido de un "Incipit vita nova"
total, que despierte y se haga cargo de todas las zonas de la
vida. Y todavía más de las agazapadas por avasalladas desde
siempre o por nacientes. Un método así no puede tampoco
pretender la continuidad que a la pretensión del método en
cuanto tal pertenece. Y arriesga descender tanto que se quede
ahí, en lo profundo, o no descender bastante o no tocar tan
siquiera las zonas desde siempre avasalladas, que no
necesariamente han de pertenecer a ese mundo de las
profundidades abisales, de los ínferos, que pueden, por el
contrario, ser del mundo de arriba, de las profundidades donde
se da la claridad. Mas, ¿cómo sostenerse en ella?
¿Qué significa en verdad este “Incipit vita nova", que todo
método, por estrictamente lógico, instrumental que sea trae
consigo? No puede responder más que a la alegría de un ser
oculto que comienza a respirar ya vivir, porque al fin ha
encontrado el medio adecuado a su hasta entonces imposible o
precaria vida. Los ejemplos del método cartesiano, y antes del
encuentro de San Agustín con su evidencia, con la verdad





que vivifica su coraz6n -centro de su ser entero- vienen por sí
mismos. Y la "Vita Nova" de Dante, enigmático breviario
sinuoso, espiral que avanza y retrocede para en un instante
recobrarse por entero. ¿No son todos ellos la repercusión de un
instante, de un único instante que se perpetúa discontinua-
mente, a punto de perderse salvándose porque sí y, por lo que
al sujeto hace, por una fidelidad sin desfallecimiento? Es un
centro, pues, que ha sido despertado, centro de la mente tan
sólo -si es que los métodos estrictamente filosóficos de
Aristóteles y de Cartesio lo son como se suele creer. Y centro
del ser cuando el amor entra en juego declaradamente. Y
cuando entra en juego, declarado o sin declarar, es lo que
decide. Y entonces se arriesga (pues que desde hace siglos, o
desde el principio de la cultura llamada de Occidente, la
mística está en entredicho) que se piense que ronda la mística
o que recae en ella. Y si el veredicto es más leve, que es cosa
de poesía, por tanto tal equívoco, que sería el método de un
vivir poético. Y nada habría que objetar si por poético se
entendiera lo que poético, poema o poetizar quieren decir a la
letra, un método más que de la conciencia, de la criatura, del
ser de la criatura que arriesga despertar deslumbrada y aterida
al mismo tiempo.
Y se recorren también los claros del bosque con una cierta
analogía a como se han recorrido las aulas. Como los claros,
las aulas son lugares vacíos dispuestos a irse llenando
sucesivamente, lugares de la voz donde se va a aprender de
oído, lo que resulta ser más inmediato que el aprender por letra
escrita, a la que inevitablemente hay que restituir acento y voz
para que así sintamos que nos está dirigida. Con la palabra
escrita tenemos que ir a encontrarnos a la mitad del camino. Y
siempre conservará la objetividad y la fijeza inanimada de lo
que fue dicho, de lo que ya es por sí y en sí. Mientras que de
oído se recibe la palabra o el gemido, el susurrar que nos está
destinado. La voz del destino se oye mucho más de lo que la
figura del destino se ve.

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