lunes, 1 de septiembre de 2008

Ser música.

Ser música


Tenía noción de que la esencia del universo es musical. En el principio fue el Verbo Dios crea nombrando, con ondas sonora En los Upanishadas se afirma que quien medite sobre el sonido de la sílaba Om llegará a saberlo todo, porque en ella está todo. Tampoco ignoramos que el primer contacto de un humano con el mundo es la voz de la madre oída en e vientre y que el oído es el último sentido que el agonizante pierde.
Incluso llegué a descubrir, torpemente por azar, lo que algunos saben, que no sé sólo por los oídos centrales, que tenemos muchos otros, en el pecho, garganta, piernas, que ciertas músicas se escuchan mejor en determinada posición física que en otras. Pensé alguna vez que acaso somos un gran oído, muchas de cuya partes, por barbarie, dejamos de poder usar.
Sólo ayer pude experimentarlo en forma total, casi avasalladora. En Nueva York había encontrado cuatro años atrás un disco que me llamó la atención. Un recital de textos del Corán por el sheik Abdul Basset Abdul Samat. Cuatro años yació en el desorden de mi habitación, sepultado bajo libros, otros discos, reemergiendo, polvoriento. Yo no estaba preparado. Mil
veces me dejé detener, enredar por la foto de la cara regordete del recitador, por el mismo texto de presentación: el sheik había oído recitar y había recitado el Corán desde la infancia; su primer triunfo, en 1950, en la mezquita de Sayeda Zeinab, El Cairo; lo obligaron a seguir cantando hasta el amanecer; ahora todas la radios del mundo árabe se lo disputan... Mi mano perdía la fuerza para sacar el disco.
Ayer llegó la hora. En el silencio de a casa solitaria sonó esa voz. Yo estaba desploma do indolentemente en un sillón. Mi primer acto impensado fue sentarme en forma correcta: había entrado una presencia superior. Así no pude oír el primer versículo. El segundo me poseyó. Y el tercero y el cuarto. Llegaría un punto, avanzado el recital, en el que mi cuerpo iba a parecer disolverse bajo los efectos del sonido, convertirse en un traslúcido entrecruzamiento de acordes. Tardé en salir de ese éxtasis, en tomar la distancia desde la que se aprecia. No entendía la lengua, el árabe. Pero la voz me transmitía el mismo estado espiritual que causa la lectura del Corán: mezcla de sublimidad y violencia,
una piedra preciosa tallada en forma inexorable, en cuyo centro quedé encerrado.
Las emisiones del recitador duran quince segundos, treinta, no más de cuarenta y cinco. Para un oído distraído esos géneros musicales pueden parecer en primera instancia una combinación disparatada y exuberante. En realidad, constituyen trozos de ardorosa matemática, de rigor tan preciso como la caligrafía árabe. Sorprendente es sí, el ritmo, con sus cambios repentinos, su hálito imprevisible, coloraturas variadísimas, cesuras notables, enriquecedora.
Cada germen es un cosmos que late de vitalidad través de inspiradas contradicciones que, sin embargo en lugar de quebrar el orden lo reconstruyen infaliblemente en lugar instancias más altas.

A poco Oír empecé a reconocer en la voz los diversos instrumentos musicales
, el violín, el piano, los tambores, la trompeta etc.
El cantor era todos los instrumentos. Pero lo que brotaba con mayor claridad era aquello hacia lo que canto crecía en homenaje: el silencio.
Todos los versículos concluyen en forma abrupta, comprimida casi con dolor en el final, para trasmitir casi con la sensación física de aquello contra la que chocan, el silencio y cada versículo, en la dicción, está separado del que lo sigue por un lapso de silencio más largo que cualquiera de las emisiones, señalando de tal suerte cuáles son las jerarquías. Los trazos de un dibujo hacen nacer el espacio, con la vida particular que el trazado quiera acordarle. Esa voz hacia emerger el silencio: bajo los rasgos de la imponente divinidad musulmana y hacía sentir el Dios de todos.
Comprendí después que me había sido dado asistir al origen del arte. Temperamento poco visual y sí auditivo, siempre consideré con sospecha a las llamadas artes plásticas:
Como grafía espiritual me parecen estancadas. Aunque podía tratarse de una impresión subjetiva, falaz, imaginé que este canto la confirmaba. En el arte del recitador el arte es rito en el que la ofrenda es el propio oficiante. Debe aprehender la artesanía del canto y al mismo tiempo el sentido mas profundo de las palabras divinas que entonará. Sin embargo al poner en práctica tal artesanía y tal ciencia al desplegar la obra, debe sabe sobre todo que ésta se cumplirá sin tacha solo en la medida que nazca para borrarse, para instaurar lo que es contrario a ella, el silencio, lo absoluto. Singular lección, en la que el mayor esplendor del arte surge de la mayor humildad espiritual y a ella reconduce. Lo efímero alcanza aquí su plenitud porque ha aceptado hasta el final su condición y la eleva en la alabanza de la eternidad en que se refleja.

Si este canto es el arte del tiempo, la danza lo sería del espacio. La danza del derviche, que se cumple en el momento en que tal danza desaparece para transfigurarse en la prodigiosa y monótona señal del contacto de una criatura con su Creador. Incidentalmente, también el canto del recitador está cubierto por una pátina de monotonía. La monotonía no es más que el majestuoso gesto externo de la fe. Indica que el artista (el hombre), anclado en su nutricia comunión con lo eterno, no puede ser arrastrado por las destructoras veleidades de la historia Y a esta luz habría que considerar el sentido de las vanguardias artísticas de nuestros tiempos.
Cuando regresé de estas ideas, pensé en el arte occidental. El canto gregoriano sigue los mismos cánones que los del recitado musulmán. ¿Y a partir de entonces?
Los siglos de arte que vienen luego hicieron volver a mi memoria una anécdota leída en la autobiografía de Berlioz. Este narra la impresión definitiva que en su juventud le causaron los acordes que preceden a la tormenta en la 6°sinfonía de Beethoven. Confiesa que sus progresivas reformas de la orquesta -a la que acabó por convertir en monstruosamente descomunal- obedecían a la ilusión de reproducir aquellos acordes que. Debieron pasar muchos años, dice antes de que llegara a reconocer que el carácter de tales acordes se debía al genio, que hacía vibrar su índole incluso en la más pobre de las orquestas.
En el recitador musulmán, en el derviche, en el coro gregoriano, es la propia vida como instrumento la que, gracias al genio de la fe, se convierte en arte. Cuando se pasa a usar instrumentos exteriores, cuando se escribe la partitura, se establece ya una separación entre obra y vida, se delega sutilmente el empeño de la vida a elementos materiales. (Y las artes Plásticas nacen con el pecado original de la necesidad de materiales externos: por eso el Islam prohibe el culto de la imagen.) El arte, al entregarse al relativo materialismo de lo estético, indica que su autonomía ha tenido el precio de perder el contacto directo con lo absoluto. Así se toma cada vez más externo, más hinchado, más débil. Aunque produzca obras bellas, se hallan viciadas de la incautación de sólo mostrarse a sí mismas. Frente al cantor del Corán, todo ese arte me pareció durante un segundo igual a la orquesta gigante de Berlioz: un vacuo comentario respecto a la ausencia del humilde genio de comunicarse con lo eterno.
Notaba al final una sensación, el recuerdo no claro de una culpa. No tardé en identificarlo: el recuerdo de las Seis piezas para orquesta de Antón Webern. También ellas son breves e intensísimas, también en ellas el silencio es capital. Pero diríase que en este caso, el silencio, en lugar de aparecer con su insondable dignidad, es un mal que corroe, una lepra que desfigura. Y la música es espesa como sangre fresca, iridiscente como sangre seca, llena de premoniciones de patíbulo. Nunca he oído unos sonidos que traduzcan más fielmente el crimen. Pues se trata de la música que vuelve a presentarse ante el silencio como el criminal que vuelve al lugar del crimen. Webern sabia. Todo es coherente: en el fin se repite lo mismo que en el principio, con signo inverso, que, en su relación de polaridad, ¿será demasiado distinto?
Sólo vivimos en los tiempos que nos han sido dados para vivir. Sin embargo, tener un resplandor de lo que sigue aconteciendo en los orígenes puros puede hacer reflexionar, es una alegría cuyo valor el sheik no ignora.

H.A Murena

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