martes, 26 de agosto de 2008

Lectura.

En esta última charla nos gustaría evaluar el desarrollo del pensamiento moderno tal como poco más o menos lo hemos descripto en las precedentes. Este retorno al mundo percibido, que verificamos tanto entre los pintores como entre los escritores, en algunos filósofos y en los creadores de la física moderna, comparado con las ambiciones de la ciencia, del arte y la filosofía clásicas, ¿no podría ser considerado como un signo de declinación? Por un lado tenemos la seguridad de un pensamiento que no tiene dudas de estar consagrado al conocimiento integral de la naturaleza y de eliminar todo misterio del conocimiento del hombre. Por el otro, entre los modernos, en vez de este universo racional abierto por principio a las empresas del conocimiento y la acción, tenemos un saber y un arte difíciles, llenos de reserva y restricciones, una representación del mundo que no excluye ni fisuras ni lagunas, una acción que duda de sí misma y en todo caso no se enorgullece de lograr el asentimiento de todos los hombres...
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En efecto, debe reconocerse que los modernos (ya me disculpé por el hecho de que había una vaguedad en este tipo de expresión) no tienen ni el dogmatismo ni la seguridad de los clásicos, ya se trate de arte, conocimiento o acción. El pensamiento moderno ofrece un doble carácter de inconclusión y de ambigüedad que, si se quiere, permite hablar de declinación o decadencia. Nosotros concebimos todas las obras de la ciencia como provisionales y aproximadas, mientras que Descartes creía poder deducir, de una vez y para siempre, las leyes del choque de los cuerpos de los atributos de Dios. Los museos están llenos de obras a las que parecería que nada pueda ser añadido, mientras que nuestros pintores entregan al público obras que en ocasiones no parecen más que bosquejos. Y estas mismas obras son el tema de interminables comentarios, porque su sentido no es unívoco. ¡Cuántas obras sobre el silencio de Rimbaud tras la publicación del único libro que él mismo entregó a sus contemporáneos, y cómo por el contrario el silencio de Racine luego de Fedra parece plantear pocos problemas! Parecería que el artista de hoy multiplica a su alrededor los enigmas y las fulguraciones. Incluso cuando, como Proust, en muchos aspectos es tan claro como los clásicos, en todo caso el mundo que nos describe ni está acabado ni es unívoco. En Andrómaca , es sabido que Hermione ama a Pirro, y, en el mismo momento en que manda a Orestes a matarlo, ningún espectador se engaña: esta ambigüedad del amor y el odio que hace que el amante prefiera perder al amado que dejárselo a otro no es una ambigüedad fundamental: es inmediatamente evidente que, si Pirro se alejaba de Andrómaca y se volvía hacia Hermione, ésta se derretiría a sus pies. Por el contrario, ¿quién puede decir si el narrador, en la obra de Proust, ama realmente a Albertine? El comprueba que sólo desea estar a su lado cuando ella se aleja de él, e infiere que no la ama. Pero cuando ella desaparece, cuando él se entera de su muerte, entonces, en la evidencia de ese alejamiento sin retorno, piensa que la necesitaba y la amaba. Pero el lector continúa: si Albertine le fuera devuelta -como en ocasiones lo sueña- ¿la seguiría amando el narrador de Proust? ¿Habrá que decir que el amor es esa necesidad celosa, o que jamás hay amor sino tan sólo celos y el sentimiento de ser excluido? Estas cuestiones no nacen de una exégesis minuciosa, es el mismo Proust quien las plantea, para él son constitutivas de lo que se llama el amor. En consecuencia, el corazón de los modernos es un corazón intermitente y que ni siquiera logra conocerse. Entre los modernos, no son solamente las obras las que están inacabadas, sino que el mundo mismo tal y como lo expresan es como una obra inconclusa y de la que no se sabe si alguna vez llegará a concluir. En cuanto no se trata tan sólo de la naturaleza sino del hombre, la inconclusión del conocimiento, que radica en la complejidad de las cosas, se duplica con una inconclusión de principio: por ejemplo, hace diez años un filósofo mostraba que no es posible concebir un conocimiento histórico que sea rigurosamente objetivo, porque la interpretación y la puesta en perspectiva del pasado dependen de las opciones morales y políticas que el historiador hizo por su cuenta, como por lo demás éstas de aquélla, y que, en ese círculo donde jamás está encerrada, la existencia humana nunca puede hacer abstracción de sí para acceder a una verdad desnuda y no implica sino un progreso en la objetivación, no una objetividad plena.
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Si abandonáramos la región del conocimiento para considerar la de la vida y la acción, encontraríamos a los hombres modernos en lucha con ambigüedades acaso todavía más impactantes. No existe ya una palabra de nuestro vocabulario político que no haya servido para designar las realidades más diferentes o incluso más opuestas. Libertad, socialismo, democracia, reconstrucción, renacimiento, libertad sindical, por lo menos una vez cada una de estas palabras fue reivindicada por uno cualquiera de los grandes partidos existentes. Y esto no por la astucia de sus dirigentes: la astucia está en las mismas cosas; en un sentido, es cierto que en América no hay ninguna simpatía por el socialismo, y que, si el socialismo es o implica un cambio radical de las relaciones de propiedad, no posee ninguna posibilidad de instaurarse a la sombra de América, y, por el contrario, en ciertas condiciones puede encontrar un apoyo por el lado soviético. Pero también es cierto que el régimen económico y social de la URSS, con su diferenciación social acusada, su mano de obra típica de un campo de concentración, no es ni podría volverse por sí lo que siempre se llamó un régimen socialista. Y por último es cierto que un socialismo que no buscara apoyo fuera de las fronteras de Francia sería a la vez imposible y por eso mismo destituido de su significación humana. Realmente nos encontramos en lo que Hegel llamaba una situación diplomática, es decir, una situación donde las palabras significan dos cosas (por lo menos) y donde las cosas no se dejan nombrar con una sola palabra.
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Pero precisamente si la ambigüedad y la inconclusión están escritas en la textura misma de nuestra vida colectiva, y no solamente en las obras de los intelectuales, sería irrisorio querer responderles con una restauración de la razón, en el sentido en que se habla de restauración a propósito del régimen de 1815. Podemos y debemos analizar las ambigüedades de nuestro tiempo y, a través de ellas, tratar de trazar un camino que pueda ser seguido en conciencia y verdad. Pero demasiado sabemos de él para lisa y llanamente retomar el racionalismo de nuestros padres. Por ejemplo, sabemos que no hay que creer a pies juntillas a los regímenes liberales, que pueden tener a la igualdad y la fraternidad por divisa sin trasladarla a su conducta, y que a veces ideologías nobles se transforman en coartadas. Por otra parte, sabemos que, para realizar la igualdad, no basta con transferir al Estado la propiedad de los instrumentos de producción. Ni nuestro examen del socialismo ni nuestro examen del liberalismo, por lo tanto, pueden carecer de reservas ni restricciones, y permaneceremos en ese equilibrio inestable mientras el curso de las cosas y la conciencia de los hombres no hayan posibilitado la superación de esos dos sistemas ambiguos. Cortar por lo sano, optar por uno de ellos, so pretexto de que la razón en todo caso puede ver claro en esto, es mostrar que uno se preocupa menos por la razón operatoria y activa que por un fantasma de razón que oculta sus confusiones bajo un aire perentorio. Amar la razón como lo hace Julien Benda, querer lo eterno cuando el saber siempre descubre mejor la realidad del tiempo, querer el concepto más claro cuando la misma cosa es ambigua es la forma más insidiosa del romanticismo, es preferir la palabra razón al ejercicio de la razón. Restaurar nunca es restablecer, es ocultar.
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Y hay más. Tenemos razones para preguntarnos si la imagen que a menudo nos dan del mundo clásico es algo más que una leyenda, si no conoció también él la inconclusión y la ambigüedad en que vivimos, si no se contentó con negarles una existencia oficial, y si, por consiguiente, lejos de ser un hecho de decadencia, la incertidumbre de nuestra cultura no es más bien la conciencia más aguda y franca de lo que siempre fue verdadero, por tanto adquisición y no declinación. Cuando nos hablan de la obra clásica como de una obra consumada, debemos recordar que Leonardo da Vinci y muchos otros dejaban obras inconclusas, que Balzac consideraba indefinible el famoso punto de madurez de una obra y admitía que en rigor el trabajo, que siempre podría ser proseguido, sólo se interrumpe para permitir cierta claridad a la obra, que Cézanne, que consideraba toda su pintura como una aproximación a lo que buscaba, sin embargo más de una vez nos da la sensación de la conclusión o la perfección, Acaso sea por una ilusión retrospectiva -porque la obra está demasiado lejos de nosotros, es demasiado diferente de nosotros para que seamos capaces de retomarla y proseguirla- por lo que a ciertas pinturas les encontramos una plenitud insuperable: en ellas, los pintores que las hicieron no veían otra cosa que ensayo o fracaso. Hace un rato hablábamos de las ambigüedades de nuestra situación política, como si todas las situaciones políticas del pasado cuando eran el presente no hubieran implicado también ellas contradicciones y enigmas comparables a los nuestros; por ejemplo, la Revolución francesa y hasta la Revolución rusa en su período "clásico", hasta la muerte de Lenin. Si esto es cierto, la conciencia "moderna" no habría descubierto una verdad moderna sino una verdad de todos los tiempos, sólo que más visible hoy y llevada a su más alta gravedad. Y esta mayor clarividencia, esta experiencia más entera de la impugnación no es producto de una humanidad que se degrada sino de una humanidad que ya no vive, como largo tiempo lo hizo, en algunos archipiélagos o promontorios, sino que se enfrenta consigo misma de una punta a la otra del mundo, se dirige ella misma a sí misma por completo a través de la cultura o los libros... En lo inmediato, la pérdida de calidad es manifiesta, pero no es posible remediarlo restaurando la humanidad estrecha de los clásicos. La verdad es que el problema, para nosotros, es hacer en nuestro tiempo, y a través de nuestra propia experiencia, lo que los clásicos hicieron en el suyo, así como el problema de Cézanne, según sus propios términos, era "hacer del Impresionismo algo tan sólido como el arte de los museos.




Maurice Merleau-Ponty

Traducción de Víctor Goldstein

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