viernes, 9 de mayo de 2008

Lectura.

EL TRÉBOL VIOLETA


Alrededor del veinte de agosto, por todas partes en bosques y pantanos,
tanto las hojas profusamente moteadas de la zarzaparrilla como las
frondas de los polipodios, la marchita y ennegrecida col fétida, el
eléboro, y, junto al río, la pontederia completamente marchita, nos
recuerdan el otoño.
El trébol violeta (Eragrostis pectinacea) está ahora en la cúspide de su
belleza. Aún recuerdo cuando vi por primera vez esta hierba en
particular. Estaba en una ladera cerca de nuestro río y divisé, a unos
setecientos o mil metros de distancia, una franja violácea de unos ciento
cincuenta metros de largo en el borde del bosque, allí donde el terreno
descendía hacia un prado. Era tan colorido e interesante, aunque no tan
brillante, como un campo de rhexia, de un violeta más oscuro, como una
mancha de mora espesa y compacta. Al acercarme a examinarlo,
descubrí que era un tipo de gramínea en flor, de apenas un pie de altura,
con unas pocas briznas verdes y una panícula fina de flores moradas,
una niebla violácea, poco profunda y trémula en torno a mí. De cerca,
parecía un color apagado que causaba poca impresión, hasta costaba
detectarlo. Y, al arrancar una planta, asombraba ver lo fina y poco
colorida que era. Pero de lejos y con luz favorable, era de un morado brillante,
florido, que adornaba la tierra. Todos esos motivos insignificantes
se unían para producir un efecto notable, de lo más sorprendente y
encantador, porque los pastos, por lo general, son de un color sobrio y
modesto.
Ese magnífico rubor violáceo me recuerda, y reemplaza, al de la rhexia,
que empieza a desaparecer en aquel momento, y es uno de los
fenómenos más interesantes de agosto. Los macizos de rhexia crecen
en amplias franjas u orillos de tierra al pie de las montañas áridas,
justo encima de los prados, donde el codicioso segador no se digna a
agitar su guadaña; porque se trata de un pasto pobre, que ni siquiera se
nota. O, quizá, porque es tan bella que no sabe que existe; su ojo no se
digna mirar ni las melastomatáceas ni el fleo de los prados. Sino que
escoge cuidadosamente el heno y los pastos más nutritivos que crecen
a su lado, como forraje para su buen ganado, y deja esta bella niebla
morada para cosecha del paseante. Más arriba en la montaña también
crece la zarzamora, la hierba de San Juan y la coeleria, descuidada,
marchita y fibrosa. Qué suerte tienen de crecer allí y no en medio de
los pastos que se cortan todos los años. La naturaleza, de esta forma,
separa lo útil de lo bello. Conozco muchos sitios en los que no dejan
de aparecer año tras año para pintar la tierra con su rubor. Crecen en
las colinas suaves, tanto en franjas continuas como en matas dispersas
y redondeadas de un pie de diámetro, y sobreviven hasta que las
primeras heladas finas las matan.
En la mayoría de las plantas, el cáliz y la corola no sólo son la parte
que alcanza mayor color, sino también la más atractiva; en muchas es
el pericarpio o el fruto; en otras, como el arce rojo, son las hojas; y en
algunas, el tallo en sí es la flor principal o la parte más radiante.
Este último es el caso de la hierba carmín o fitolaca. Algunas de ellas,
que se alzan debajo de nuestros precipicios, casi me deslumbran con
los tallos púrpura que lucen ahora y a principios de septiembre. Para
mí son tan interesantes como la mayoría de las flores y uno de los
frutos más importantes de nuestro otoño. Cada una de sus partes es
una flor (o un fruto); tal es su abundancia de colores: tallo, rama,
pedúnculo, pedicelo, peciolo e incluso las hojas con nervaduras
minuciosamente elaboradas de color morado amarillento. Sus racimos
cilíndricos de bayas de diversos colores, del verde al morado oscuro,
de unos quince a veinte centímetros de largo, caen con gracia hacia
todos los lados, ofreciendo alimento a los pájaros; y hasta los sépalos,
cuyas bayas los pájaros han cogido, son de un rojo laca, con reflejos
púrpura como el fuego, todo encendido por la madurez. De ahí su
nombre latino Phytolacca, lacea, del árabe lakk, laca. Son, al mismo
tiempo, capullos de flores, flores, bayas verdes, morado oscuras, las
maduras, y estos sépalos como flores... todo en la misma planta.
Nos gusta ver el rojo de la vegetación de zonas templadas. Es el color
de los colores. Esta planta habla de nuestra sangre. Le pide brillo al sol
para mostrarse mejor, y debe verse en esta época del año. En las
laderas cálidas parece que madura hacia el veintitrés de agosto. En esa
fecha, di un paseo entre un bello conjunto de hierbas carmín, de
alrededor de dos metros de altura, que crecían en una pared de la
montaña, donde maduran más pronto. Cerca del suelo eran de un rojo
carmín profundo y brillante, con una flor que contrastaba con el verde
claro de las hojas. Parece un raro triunfo de la naturaleza producir una
planta tan perfecta, como si bastara para un verano. ¡Con qué perfecta
madurez llega a esta estación! Es el símbolo de una vida exitosa que
concluye con una muerte nada prematura, ornamento a su vez de la
naturaleza. ¡Ojalá maduráramos tan perfectamente, raíz y ramas
brillando en medio de nuestra decadencia, como la hierba carmín!
Confieso que me excita contemplarla. Corté una para bastón, porque
me gusta tocarla y apoyarme en ella. Me encanta apretar las bayas con
los dedos y ver como el jugo me mancha la mano. Caminar entre estos
toneles enmarañados de ramas moradas, que conservan y tamizan el
resplandor de una puesta de sol, todo un placer para la vista, en lugar
de contar las tuberías de un muelle de Londres... ¡Qué privilegio!
Porque el añejamiento de la naturaleza no está restringido a la vid.
Nuestros poetas han cantado al vino, un producto de una planta
foránea que por lo general nunca han visto, como si nuestras plantas
no tuvieran más zumo que los trovadores. Esta planta, efectivamente,
ha sido llamada la vid americana y, aunque originaria de América, sus
jugos se han usado en algunos países lejanos para mejorar el color del
vino; así pues, el poetastro quizá celebre las virtudes de la hierba carmín
sin saberlo. Aquí hay suficientes bayas para pintar de nuevo el cielo occidental
y, si uno lo desea, celebrar una bacanal. ¡Y qué flautas se
podrían hacer con sus tallos sanguíneos para acompañar semejante
danza! Es una planta auténticamente majestuosa. Me podría pasar el
crepúsculo del año cavilando entre los tallos de la hierba carmín y, tal
vez, en medio de estos bosquecillos surgiría alguna nueva escuela
filosófica o poética. Dura hasta finales de septiembre.
En la misma época, o cerca de finales de agosto, también está en su
esplendor otro género de gramínea que me resulta muy interesante, el
andropogon. El Andropogon furcatus, llamado digitaria; el Andropogon
scoparius, o tallo azul; y el Andropogon (llamado ahora Sorghum)
nutans o maíz guinea. La primera es una gramínea muy alta y lozana de
tallo hueco, de entre uno y dos metros de altura, rematado con cuatro o
cinco espigas que se elevan hacia lo alto como si fueran dedos. La
segunda también es bastante esbelta y crece en matas de unos sesenta
centímetros de altura por treinta de ancho, con tallos huecos a menudo
ligeramente curvados que, a medida que las espigas salen de la flor,
tienen un aspecto de maraña blancuzca. Es notable la presencia de estos
dos pastos en suelos secos y arenosos y en las laderas de las montañas.
Los tallos de ambas, por no mencionar sus bellas flores, tienen un matiz
violáceo, y ayudan a señalar la madurez del año. Tal vez sienta tanta
simpatía hacia ellas porque el agricultor las desprecia y ocupan un suelo
estéril y abandonado. Son muy coloridas, como uvas maduras, y expresan
una madurez que la primavera apenas sugiere. Sólo el sol de agosto
puede bruñir así estos tallos y hojas. El agricultor hace ya tiempo que ha
segado el heno de las tierras altas y ni se digna acercar su guadaña al
lugar en el que estas lozanas gramíneas silvestres al fin han dado sus
escasas flores. A menudo se ven espacios de suelo arenoso y pelado
entre ellas. Pero yo camino animado entre las matas de tallos azules,
sobre campos arenosos, junto al borde del bosque de robles, feliz de
reconocer a estas sencillas contemporáneas. Mis pensamientos abren un
surco mientras voy rastrillándolas con la imaginación hasta formar una
hilera de pastos. Un poeta de oído fino quizás hasta oiría el zumbido del
filo de mi guadaña. Estas dos gramíneas fueron casi las dos primeras que
aprendí a distinguir, y, como no sabía cuántas amigas me rodeaban, las
tomé por hierbas corrientes. El morado de sus tallos me entusiasma tanto
como el de la fitolaca.
Pensad qué buen refugio son para uno, antes de que acabe agosto, del
comienzo de las clases y de la sociedad que lo aísla. Puedo ocultarme
entre las matas de tallos azules en los confines de los grandes pastizales.
Y por las tardes, cada vez que paseo, la digitaria se alza como un guía
que dirige mis pensamientos por senderos más poéticos que los recorridos
últimamente.
Un hombre puede correr y pisotear plantas que le llegan a la cabeza
sin enterarse de que existen, a pesar de que las siegue a toneladas, las
esparza por sus establos y alimente con ellas a su ganado durante años.
Sin embargo, si se detuviera a observarlas, se sentiría cautivado por su
belleza. Hasta la planta más humilde, o hierbajo, como solemos
llamarlas, está allí para expresar alguna idea o estado de ánimo nuestro...
¿Pero cuánto tiempo pasan allí en vano? He recorrido esos grandes
pastizales tantos agostos y, a pesar de todo, jamás reconocí esas
compañeras violáceas que tenía delante. Las rocé, las pisé y ahora, al fin,
se alzan ante mí y me bendicen. La belleza y la riqueza auténticas suelen
ser baratas y despreciadas. El Cielo podría definirse como el lugar que
los hombres evitan. ¿Quién puede dudar de que estas plantas, que el
agricultor ni siquiera advierte, se sientan compensadas de que uno repare
en ellas? Puedo decir que nunca las había visto antes, pero, cuando me
acerqué a mirarlas cara a cara, me obsequiaron con un resplandor
morado de años anteriores. Y ahora, cada vez que voy allí, apenas veo
otra cosa. Es el reino y el dominio de los andropogones.
Hasta los suelos arenosos confiesan la maduradora influencia del sol
de agosto y, a mi parecer, junto con las lozanas gramíneas que se
agitan sobre ellos, reflejan un tono púrpura. ¡Unos suelos carmín,
consecuencia de todos los rayos de sol absorbidos por los poros de las
plantas y la tierra! Toda la savia o sangre es ahora color granate. Al fin
tenemos no sólo un mar morado, sino una tierra morada.
El maíz guinea o andropogon indio, que crece por doquier en vastas
extensiones, aunque más raro que el anterior (de sesenta a ciento
cincuenta centímetros de altura), es aún más bello y tiene colores más
brillantes que sus congéneres, y es muy probable que haya atraído la
atención del nativo. Tiene una panícula larga y delgada, ligeramente
ladeada, de brillantes flores amarillas y rojas, como una bandera izada
sobre unas hojas aflautadas. Estos estandartes refulgentes avanzan
sobre las distantes laderas, no como un ejército grande y compacto,
sino como una tropa dispersa en fila india, como las de los pieles
rojas. Estas plantas se alzan, como ellos, bellas y brillantes en
representación de la raza que les da nombre, pero, también al igual
que ellos, casi siempre pasan inadvertidas. Cuando pasé junto a esta
gramínea y la vi por primera vez, su expresión me persiguió durante
una semana, como la mirada permanente de un ojo. Se eleva como un
jefe indio que echa un último vistazo a su terreno de caza favorito.

Henry David Thoreau

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