sábado, 19 de abril de 2008

Ezequiel Martínez Estrada.

Los moldes del ciudadano

De la escuela han salido ahora mismo los niños con delantales blancos y sus libros. Recuerdo sus rostros que hace treinta años contemplé, una tarde igual que ésta, con idéntica luz y el mismo timbre jubiloso en el aire. El tiempo se detuvo, tampoco yo envejecí y ellos con otros libros aprenden las viejas lecciones.

La ciudad los recupera, después de haberlos ocupado en una tarea que no les es penosa ni agradable, pero que los preparará para una vida espiritual más rica y provechosa. Eso les ayudará a vivir, Dios quiera.

No han recibido lección de un nombre o una mujer que los quiera de verdad y que les enseñe las pocas cosas que la vida tiene de admirables y dignas. Han estudiado en un texto que contiene la enseñanza adecuada a la formación de sus conocimientos para provecho general. Ahora salen de la escuela y vuelven a la casa. Ellos saben bien que las escaleras por donde descienden separa un mundo de otro. Saben que en la casa tienen que hacer un deber para la escuela, como que en la escuela han cumplido con un deber que en la casa se les explica. No estudian cuando viven, ni viven cuando estudian. Más tarde llegarán a la convicción de que saber es mejor que vivir y también de que se puede vivir mientras se hacen otras cosas sin sentido.

Como la naturaleza enseña a sus hijos, la ciudad enseña a los suyos. Éstos son los hijos de la ciudad, que tienen un programa social de vida y de razón aprobado por un Consejo. La naturaleza tiene sus métodos didácticos y la ciudad también con su programa tan estricto que el que no lo cumple, sucumbe. Los que la ciudad aprueba convienen a la civilización propiamente dicha: la pedagogía es su maternidad. La escuela es la plenitud del niño de la ciudad, y allá donde se le enseña a manejar las armas y a obedecer con fe los mandatos del jefe, alcanza su absoluta plenitud. El bosque es la existencia sin texto; en la ciudad es al revés. Un niño de la ciudad está tan naturalmente en el aula como el gorrión en el árbol del patio. Un niño y un gorrión son dos seres que difieren en mucho más que en lo que se parecen, y también por el grado de utilidad social que representan: el niño es un valor y el gorrión es una plaga. Rousseau, Tolstoi, Tagore y muchos otros, quizá con menos poesía, vieron que entre la escuela y la vida no debiera existir separación de técnicas. Y esto es un gravísimo error sentimental. La escuela de Yasnaia Poliana o la de Shantiniketan son tan absurdas, en el estado actual de la civilización como el amaestramiento de los leones. Si se admite la ciudad industrial, hay que admitir que el niño no pertenece a la naturaleza ni a los padres, sino a la ciudad, que ha de enseñarle lo que la ciudad necesita que sepa. No se puede ya conciliar un mundo y otro. Ni conviene desarrollar en el niño las facultades del sentimiento, si no ha de abrazar esa religión hasta sus últimos y más ventajosos términos. La ciudad tiene su ley, sus métodos y sus fines. La ciudad cobra al niño como presa de su plan y en cambio le entregará alguna de las ventajas que produce: comodidad, saber técnico; y aunque le obste el ejercicio de los órganos naturales correspondientes, lo dotará de sucedáneos ortopédicos, con los cuales no sólo desarrollará su vida sino que se manejará con la infalibilidad de un arma de precisión.

Ezequiel Matínez Estrada, La cabeza de Goliat.

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