domingo, 10 de febrero de 2008

Lectura.

El desnudo no es algo natural, la desnudez, sí.


En la figura de François Jullien confluyen el perfil del sinólogo y del filósofo. Ha convertido sus indagaciones sobre el pensamiento clásico chino en un reactivo para repensar los fundamentos del pensamiento europeo. En su último libro en España, ‘De la esencia o del desnudo’, postula la plasmación artística del cuerpo desnudo como uno de los rasgos culturales distintivos de Europa, y revela este rasgo a contraluz de la ausencia de tradición del desnudo en China.

La lectura de sus libros ahonda en el conocimiento sobre China pero a la vez conduce a la interrogación de las raíces del pensamiento europeo. ¿Qué sentido le da a esta confluencia del sinólogo y el filósofo en su obra?

Como filósofo parto de Grecia, pero pasar por China me permite poner en perspectiva el pensamiento occidental. China es la gran exterioridad respecto a Europa. Tiene una lengua que no es indoeuropea, y una historia que no presenta intercambios esenciales ni influencias intelectuales occidentales hasta una época muy tardía.

¿China como espejo inverso de Europa?

El paso por China es una estrategia que me permite captar aquello que no ha sido pensado, me permite volver a la filosofía europea para explorar sus presuposiciones: las opciones que parecen evidentes y que nunca hemos interrogado. Permite captar lo impensado de la filosofía, y aquello que la ha fecundado. No me interesa la típica pose filosófica del que dice “yo pienso tal cosa y tal otra”. Lo que me interesa es remontarme a las condiciones de posibilidad de mi pensamiento que no son sólo las de mi lengua, sino las de todo aquello que predispone a una determinada práctica filosófica.

¿Podría apuntar algunas diferencias que considere fundamentales entre el modo de pensar europeo y el chino?

Una de las diferencias fundamentales radica en el hecho que la China clásica no ha pensado el ser. China como Grecia ha pensado a partir de los contrarios, pero Grecia desde Parménides y Platón abstrae los contrarios en sí mismos, piensa a base de contrarios exclusivos. En cambio China nunca ha abstraído los contrarios de los procesos, los concibe como correlatos.

Ha realizado usted incursiones comparativas examinando en paralelo cómo Europa y China han concebido la eficacia, la moral, la sabiduría, el tiempo... y ahora con su último libro, el desnudo.

Se ha escrito mucho sobre las proporciones de la Venus de Milo, pero nunca nos hemos preguntado: ¿por qué el desnudo? El desnudo corresponde a un determinada opción que Europa ha hecho y que por la que China ha pasado de largo. En el arte chino no hay desnudo. A través de esta ausencia se puede reflexionar sobre las condiciones de posibilidad del desnudo en Europa. Hay una relación directa entre el desnudo y el pensamiento griego, porque Grecia ha pensado las esencias, ha pensado el hombre en sí mismo, el aislamiento del hombre de la naturaleza. Se podría pensar que el desnudo es algo natural, pero no lo es en absoluto, la desnudez sí que es natural. El vestido es una ruptura con el ser natural, y el desnudo es una doble ruptura con lo natural.

¿Por qué el arte en China no ha desarrollado el tema del desnudo?

En China encontramos una concepción del cuerpo energética y no anatómica. El arte chino no busca la belleza sino pasar un fondo de inmanencia a través de las formaciones rocosas, de los paisajes evanescentes, de los bambús... El desnudo occidental es un trabajo de matemáticas, de proporción, de geometrización. El desnudo es la esencia, la idealización, la búsqueda de la belleza por la forma. China no ha pensado en la relación entre las partes y el todo sino en una armonía reguladora de la alternancia, de las estaciones, del vacío y el lleno. Por otro lado, en Europa hay un pensamiento del símbolo, con el desdoblamiento entre lo visible y lo inteligible. China ha desarrollado poco este pensamiento simbólico, y ha desarrollado mucho más lo que yo llamo lo indicial, que se centra en lo ínfimo, y en el afloramiento visible de lo invisible. En pintura, un pliegue en los ojos o un pliegue de la ropa muestra toda la personalidad interior.

¿Son todo diferencias entre China y Europa?

Hay diferencias radicales, pero al mismo tiempo han avanzado en sendas que, sin ser desconocidas en el otro lado, no se han llegado a desarrollar. Por ejemplo, la noción de navegar y sortear las situaciones, de aprovechar las circunstancias, es fundamental en China, y aparece también en Ulises, pero es algo que Grecia no ha teorizado ni ha desarrollado, aunque lo ha conocido.

Los europeos no somos tan dados a dejarnos llevar por la corriente...

Siempre tenemos planes y modelos ideales, y la voluntad movilizada para ponerlos en práctica. Distinguimos entre la teoría y la práctica. Partimos de la base que hay que construir un modelo y actuar para hacer entrar la realidad en este modelo. Pero en China no se habla de acción, sino de transformación. Se piensa en función de la situación. El sujeto no tiene la iniciativa, ni es el punto de partida, sino que intenta sacar partido de la situación en la que se encuentra implicado, se trata de explotar y transformar el potencial de la situación. Toda situación esta compuesta de factores favorables y desfavorables, la estrategia consiste justamente en desarrollar los favorables para sacar partido de las expectativas. De aquí viene el gran tema chino clásico del wuwei (no actuar), que no significa desentendimiento, renuncia o pasividad. Cualquiera que haya hecho negocios con chinos sabe que en absoluto son pasivos ni renuncian a nada. Actuar, en la tradición china, quiere decir introducir imposiciones y constricciones sobre lo real. Frente al énfasis europeo en el ser o en los dioses, China pone el énfasis en los procesos: el mundo es un transcurrir que se transforma, que se regula por sí mismo, sin ninguna finalidad.

¿Es así como funcionan los chinos en los negocios?

La clave del crecimiento de la China actual está también en su capacidad de transformación. China ha aprendido a planificar como Europa, pero preserva su estrategia de transformar y moverse en los procesos. Nosotros cada vez estamos más apegados a formas de eficacia espectacular. Buscamos los mejores resultados a corto plazo, escogemos el mejor ejecutivo del año. En China la eficacia no se nota, se trabaja con una eficacia discreta, los resultados parecen naturales, parecen productos de la necesidad, y no resultado de un logro victorioso y arriesgado. Es una eficacia que no se orienta a fines próximos, es la eficacia de las condiciones favorables que hay que alimentar y aprovechar. China es una cultura sin épica, no es que se haya perdido, sino que nunca la han concebido. La épica es el estadio inicial de nuestras culturas y se basa en la acción heroica. China no esta ligada al espectáculo del heroísmo, que es también un objeto del deseo.

¿Cómo fundar un sentido moral en esta concepción estratégica de las cosas?

Tampoco la moral se concibe en China en términos de elección. No se plantea en términos de un yo que distingue entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio. Lo importante es un buen entorno, una atmósfera que permite hacer crecer la moralidad como se hace crecer una planta. China es una civilización agraria y su pensamiento se desarrolla a partir de la experiencia del agricultor. El crecimiento de una planta es un proceso y depende de la situación. Para que la planta crezca no se ha de hacer nada. Si se estira de la planta para que crezca más rápido, muere. Hay que proporcionarle un entorno adecuado, preparar la tierra, regar, crear una situación que favorezca el proceso del crecimiento. Tal como dice Laozi: “Ayudar a lo que viene por sí solo.” Se trata de favorecer lo que es favorable.

En su libro ‘Un sabio no tiene ideas’ se contrapone el concepto de filosofía al de sabiduría, conservando este último la capacidad de conectar con la experiencia vital...

En el fondo lo que hay tras la filosofía es la búsqueda de la verdad. Esta ha sido la gran motivación, la gran pulsión de la filosofía europea. Y también la confianza no tanto en el lenguaje como la confianza en que vale la pena hablar. Pero China nunca se ha interesado por la verdad y siempre ha sido reticente y reservada sobre el simple hecho de decir. El sabio chino evita decir, teme la lección, teme el mensaje. Confucio decía que le gustaría no tener que hablar...

Y tenemos también a un Laozi anónimo, reconocido por el guarda fronterizo que le pide que ponga por escrito algo de su saber antes de abandonar el país, un Laozi que casi a regañadientes escribe el Daodejing, el Libro del Tao...

Exacto, y allí Laozi le responde: “¿Habla el cielo? Las estaciones se suceden, todos los seres prosperan, ¿qué necesidad tiene el cielo de hablar?” Hay una lógica de la inmanencia, una coherencia del mundo que las palabras sólo pueden nublar. La palabra es un suplemento que convierte en problemático lo que lleva consigo la simplicidad de la inmanencia. Decir ensombrece, nubla la percepción o la relación con el mundo. Hablar perturba nuestra capacidad de afrontar los procesos. Hay en China suspicacia sobre lo que vale la pena decir. El sabio apenas dice. Comienza a decir y espera a que el otro recorra el resto del camino. Decir no es más que un estímulo, es una forma de agitar al otro, no de hacer mensajes, profecías... La filosofía europea nunca se pone en cuestión el hecho de que valga la pena decir. En el fondo frente a la fijación europea en la verdad, en China encontramos la disponibilidad del sabio: lo que el sabio debe evitar no es el error sino la parcialidad, estar de un lado. Entonces se aleja de lo real, pierde la plenitud del curso de las cosas. El sabio es el que tiene una percepción global, comprende el conjunto, no se deja perder ningún aspecto. Un aspecto fundamental de la sabiduría es no convertirse en rehén de ninguna posición.

En su último libro se pone en relación la ausencia del desnudo y de búsqueda de la verdad.

En China no existe la pulsión europea por revelar la verdad desnuda. China ha pensado en modos de adecuación pero siempre en relación a la situación, sin preocuparse de las esencias, de la identidad, del ser, del desnudo, que encarnan la verdad. China no ha desarrollado el concepto de verdad, lo ha entrevisto, pero no lo ha desarrollado, porque piensa en procesos y transformaciones sin desarrollar una ontología sobre la cual fundar nuestra concepción de la verdad como adecuación perenne de las cosas y del espíritu. Ni tampoco como revelación. China no ha desarrollado ni la idea de verdad-adecuación ni la idea de verdad-revelación. En China no ha habido nunca profetas.
Manel Ollé, lavanguardia/culturas, 22-IX-04

Miradas del otro lado del planeta

Manifestaba Georges Steiner en “Nostalgia del absoluto” (Siruela, 2001) su irritación ante el irracionalismo orientalista que –según él– invade Occidente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y en especial desde los años sesenta del siglo XX. Su diagnóstico era que el vacío abierto con la crisis del cristianismo y con la quiebra de la creencia en la superioridad de la civilización occidental ha venido a llenarse con una heterogénea mezcolanza de creencias, modas y supercherías orientales que en poco se diferencia del culto a los extraterrestres.

Evidentemente hay que deslindar del escapismo embobado que a veces se esconde tras la fascinación por las “sabidurías orientales” cualquier consideración mínimamente razonable de las tradiciones de pensamiento y de espiritualidad asiáticas. Pero al mismo tiempo no estaría de más que empezásemos a dejar de lado la eurocéntrica arrogancia ilustrada. Ya no es de recibo seguir haciendo ver que solamente se ha pensado de forma consistente en Europa y sus alrededores. Una serie de recientes publicaciones ponen de manifiesto que el diálogo con las distintas tradiciones de pensamiento asiático es posible y fructífero. Sin prepotencia ni embeleso: “Non indignari, non admirari, sed intelligere”.

Dos sombras acostumbran a oscurecer buena parte de las aproximaciones occidentales al pensamiento asiático. Se alza por un lado la sombra de lo “oriental” entendido como un espejo de radical otredad que proyecta el reverso de nuestros valores y en el que se confunden las distintas corrientes de espiritualidad y de pensamiento chinas, indias, tibetanas o japonesas. Las aproximaciones realizadas bajo la sombra de este mito orientalista tienden a instalarse en idílicas reservas de sabiduría infinita que el presente nos permite comprar en cómodos plazos a la vuelta de la esquina, en cualquier supermercado espiritual. Este tipo de aproximación genera de inmediato los anticuerpos del desprecio de todo lo que huele a espiritualidad oriental, percibida como una risible y cazurra suspensión del sentido común y de los rudimentos más elementales de la racionalidad.

Otro tipo de sombra que perturba con frecuencia la percepción del pensamiento asiático es su conceptualización a partir de categorías y esquemas importados desde Occidente: así por ejemplo, la tendencia a convertir en “ismos” –es decir en iglesias, ideologías y sistemas de pensamiento cerrados– a tradiciones milenarias, multiformes, cambiantes y que ni tan sólo son percibidas como tales por sus protagonistas. Traducir por “confucianismo” lo que China se conoce como “rujia”, es decir, la “escuela de los letrados”, induce a deformar irremediablemente las cosas. Y meter en el mismo saco del taoismo fenómenos tan diversos como el pensamiento de Laozi, Zhuangzi o Liezi, la alquímia interior, los principios estéticos de la pintura paisajística china, la magia de los ermitaños, el libro de las mutaciones, las artes marciales o el culto a la miríada de deidades locales chinas es perderse en un cajón de sastre donde todo se acaba confundiendo.

Sin embargo, a pesar de las urticarias eurocéntricas, no ceja de fascinar la lectura de los reticentes diálogos de Confucio, de las palabras inquietantes del “Libro tibetano de los muertos”, de los microrrelatos y paradojas de los maestros del zen, de las austeras sentencias del “Dhammapada” o del “Baghavad-Gita”, de los imborrables poemas de Laozi, o las imágenes y narraciones del “Zhuangzi”. Al margen del estricto interés literario que pueda suscitar la lectura de los clásicos del pensamiento y de la espiritualidad de la China, de India, de Tíbet o de Japón, encontramos en ellos un estilo de pensamiento, un territorio de discusión y unos procedimientos discursivos distintos a las tradiciones que nos son más familiares. Solamente por ello, son ya dignos de consideración.

Pensamiento chino

En el caso de China no sirve ya la excusa de no contar con ninguna guía de navegación con la que adentrarse sin riesgo de naufragio en aguas ignotas. Anne Cheng proporciona en su monumental “Historia del pensamiento chino” un instrumento útil y fiable para adentrarse en esta larga e influyente tradición filosófica. Se trata de un libro serio y detallado y, al tiempo, accesible; que cumple con los estándares académicos (historicidad, rigor conceptual, notas, reproducción en caracteres chinos de los conceptos clave, etcétera), pero que acoge siempre cordialmente al lector de paso, que empieza ojeando y al final se queda atrapado en la red de un discurso siempre legible y consistente.

En las más de seiscientas páginas del libro –que ha traducido con esmero y atención la sinóloga Anne-Hélène Suárez– podemos penetrar en la diversidad y la complejidad de las diferentes corrientes del pensamiento chino sin vernos en la necesidad de desentrañar enmarañados galimatías y sin tener la sensación de estar perdiendo el tiempo en territorios tan exóticos como estériles. La claridad expositiva se suma al rigor en una edición imprescindible para empezar a comprender una tradición de pensamiento que a lo largo de tres milenios ha influido de forma decisiva no solo en China, sino en toda Asia Oriental: Corea, Japón, Vietnam... Y que a lo largo del siglo XX ha derivado por vías distintas también hacia Occidente, por ejemplo en la obra de creadores como John Cage, Octavio Paz, J. D. Salinger, Antoni Tàpies, Henry Michaux, William Carlos Williams, Allen Ginsberg, Lawrence Durrell, Ezra Pound, Herman Hesse, Philippe Sollers...

El libro de Anne Cheng no es un fenómeno aislado. En esta última década el pensamiento chino ha empezado a recibir una mirada que se aleja por igual de la mera erudición filológica y de la alegre extrapolación infundada. En el ámbito francófono hay que destacar

los nombres de Jean Levi, Isabelle Robinet, así como de Jean-François Billeter, autor de “Lecturas sobre Zhuangzi”, agudo ensayo de inminente publicación en Siruela sobre el “Zhuangzi”, uno de los más bellos y penetrantes clásicos del taoismo filosófico chino. De Kristofer Schipper se publica en la editorial Paidós “El cuerpo taoísta”, un ensayo apasionante que surge a través de la inmersión en la pervivencia actual del taoísmo en el sur de la isla de Taiwán.

Los diferentes libros del filósofo y sinólogo François Jullien que se han traducido en estos últimos años aportan también elementos de diálogo con la tradición del pensamiento chino. Destacan “Elogio de lo insípido” (Siruela, 1991), en el que se analiza el gusto por lo desaborido y lo gris en la estética china, o bien “Tratado de la eficacia” (Siruela, 1997), en el que se estudia la teoría de la acción y de la estrategia militar en las diferentes corrientes del pensamiento chino. En “Un sabio no tiene ideas”, François Jullien advierte de que la civilización occidental renunció a la sabiduría en el momento mismo en que quiso domesticar racionalmente la realidad: “Que un sabio no tenga ideas significa que se guarda de anteponer una idea respecto a las demás, en detrimento de las demás: no hay idea a la que dé precedencia, que sienta como principio, que sirva de fundamento o simplemente de punto de partida desde donde deducir o, por lo menos, desarrollar su pensamiento”. Cuando alguien se adhiere a una idea, se vuelve prisionero de ella.

Un ensayo muy útil para penetrar en una de las corrientes más influyentes del pensamiento chino es “El confucianismo” de Xinzhong Yao. Se trata de un esclarecedor repaso a la tradición de la escuela de los letrados en sus diferentes dimensiones, desde las más estrictamente filosóficas a las más rituales y religiosas. El autor es un estudioso chino que, habiendo pasado por diferentes universidades británicas, consigue escapar a los límites todavía operativos de la erudición tradicional china e incorpora su discurso a un registro crítico contemporáneo y de proyección universal.

En otro orden de cosas, la traducción directa del chino clásico, anotada y con estudio detallado, de “El arte de la guerra” de Sunzi que ha realizado Albert Galvany viene a poner el listón muy alto en el terreno de la traducción de clásicos del pensamiento asiático, siguiendo la estela marcada por las traducciones de Anne Hélène Suárez (“Maestro Kong”, de Confucio, en Kairos; “Tao Te King”, de Laozi, en Siruela), de Laureano Ramírez (“El sutra del estrado”, de Huineng, en Kairos) o de Ramon Prats (“El libro de los muertos tibetano”, en Siruela).

India, Japón...

Si dejamos China y nos adentramos en otros ámbitos asiáticos, no se puede dejar de mencionar el caso singular de Joan Mascaró (1897-1987), mallorquín formado en Cambridge, especialista en lengua y cultura sánscritas. Joan Mascaró es un personaje prácticamente desconocido en estos lares pero de gran significación en el ámbito internacional. De su extensa obra se ha publicado aquí “Diàlegs amb l'India”, en el que se compilan artículos sobre las “Upanishad”, el “Baghavad-Gita” o la impronta oriental en Ramon Llull. También en el ámbito índico destaca el libro de Agustín Pániker sobre “El jainismo”, un estudio sobre las vertientes filosófica, social y mitológica de esta poco conocida tradición religiosa.

Por lo que respecta a Japón, cabe destacar el libro de James W. Heisig “Filósofos de la nada”, prologado por Raimon Pannikar, minucioso y estimulante estudio de los filósofos de la escuela de Kioto (Nishida, Tanabe, Nishitani), que establecieron un autentico diálogo entre la tradición del budismo zen y la filosofía occidental, y el libro de Amador Vega “Zen, mística y abstracción. Ensayos sobre el nihilismo religioso”, que abunda en el estudio de estos filósofos japoneses de la primera mitad del siglo XX en un ensayo de asedio al nihilismo religioso en el que se entrecruzan el arte, el pensamiento y la religión, encontrando al paso a Mark Rothko, Ramon Llull y al místico alemán Meister Eckhart.
Manel Ollé, lavanguardia, 15-X-03



Entrevista a François Jullien; Embrun, 1951; profesor de filosofía y estética de la China clásica; "Elogio de lo insípido" (Siruela, 1998); "Tratado de la eficacia" (Siruela, 1999); "La propensión de las cosas" (Anthropos, 2000); "Un sabio no tiene ideas" (Siruela, 2001); "De la esencia o del desnudo" (Alpha Decay, 2004).

1 comentario:

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La pasión por la lectura es algo que no se puede comprar y que cada vez va decreciendo en las nuevas generaciones... es una verdadera lástima.