En una pieza, dos hombres están sentados junto a la ventana que da al mar.Parecen dos viejos amigos que no se encuentran desde hace mucho tiempo. Unode ellos tiene el aspecto de un marino, no así el otro, el que habla. La tarde caedulcemente. Es un crepúsculo de primavera, calmo, violeta y púrpura. La mar de enfrente, toda unida, ilumina con franjas ondulantes y escotilladas los flancosde los buques, los cordajes y los mástiles, las casa. Empieza, simplemente, y con un aire fatigado:
Me siento junto a la ventana; miro a los transeuntes,
y me miro en sus ojos. Creo ser
una fotografía silenciosa, en su marco envejecido,
suspendida fuera de la casa, en la pared de enfrente-
yo y mi ventana.
Yo mismo, algunas veces, miro
esta fotografía de ojos amorosos y cansados-
una sombra esconde la boca; por momentos, el destello igual del vidrio,
al recogimiento del sol o la iluminación de la luna,
esconde todo el rostro, y yo resulto escondido
tras una luz estática, palidecida rosa o argentina,
y puedo mirar el mundo libremete
sin que nadie me vea- libremente, qué quiere decir?
No puedo ya moverme. Contrapuesta mi espalda
la pared húmeda o ardiente; sobre mi pecho frío
vidrio. Las venillas de mis ojos
se ramifican en el vidrio. De este modo, comprimido
entre la pared y l vidrio, no oso mover ninguna de las manos;
llevar la palma a las cejas cuando el sol resplandece
en una gloria implacable; y estoy así obligado
a ver, a querer, y a no moverme. Si intento
tocar algo, mi codo
quebrará quizás, el vidrio, y quedarí un agujero
en mi costado, abierto a las miradas y las lluvias.
Si intento hablar, el aliento de mi voz
empaña el vidrio (como en este momento)
y no veo más aquello de que quería hablar.
Silencio, dices, e inmovilidad. Puedes, aún, decir ocultación,
porque acaso conoces cuántas voces clavadas,
cuántos gestos doblados,
detrás de este esplendor vertical y cristalino tienen casa?
Sobre todo cuando cae la tarde como ahora, bajo la primavera, y en el puerto
es un fuego lejano, rojo y amarillo,
en la floresta oscura de mástiles, y sientes
los peces que el agua oprime, subir
a la superficie, con sus bocas abiertas, abriéndose parecidas a
triángulos pequeños,
para hacer una profunda aspiración- lo viste?
es entonces rajado el viso denso de las aguas
por millones de bocas de pececillos, abiertas. Nadie puede
resistir indefinidamente, bajo la masa del agua, en esas floretsas
fabulosas del mar,
en esa transparencia de asfixia, a una tal perspectiva de inmensidad
y de peligro.
Así, creo yo que las fotografías tampoco pueden resistir
tras su vidrio
en cualquier pose-actitud, aun muy bella, en cualquier
momento de su vida,
en una edad fijada, en un momento de pureza desdeñosa
con la exquisita mano juvenil abandonada sobre la mesa elegante del
estudio fotográfico,
o sobre su rodilla, con una siempreviva (naturalmente) en el ojal,
con una sonrisa imperceptible y vencedora, por sus labios,
no muy pronunciada, traicionando su arrogancia,
pero tampoco invisible, enteramente, al traicionar su dependencia
del destino
esa dignidad petrificada, esa
pose resplandeciente, premeditada o no -poco interesa-
aun si su leyenda, muy erguida, debiera de fundirse como un cirio
blanco, bajo la llama de sus ojos,
aun si su juventud debiera, saliendo del cristal, ser desmentida.
Sin embargo, al parecer, el miedo excede su deseo,
o quizás se le iguala; y entonces su sonrisa
semeja un pez plateado, alargado asimismo y detenido
entre dos peñascos, en las profundidades... semeja
un pájaro gris de alas inmóviles, meciéndose en el aire,
inmóvil en su propio movimiento. Y las fotografías permanecen
encerradas allí con todo su pesar o sus remordimientos y su ojeriza, aun
sin librarse del cuadro, de su deseo y de su miedo,
frente al cielo exigente y al mar innumerable.
Es por lo que elegimos, comunmente, un espacio reducido que nos proteja
de nuestra inmensidad. Y es por lo que, tal vez,
yo me siente junto a esta ventana, aquí, mirando
las húmedas señales que dejaran los desnudos pies del batelero
sobre las baldosas del muelle, poco a poco extinguirse,
lo mismo que una hilera de lunitas oblongas, en un cuento de hadas.
Y no puedo ya nada comprender ni me esfuerzo por ello.
Una mujer inclina, sobre el balcón de al lado, sus cabellos en limpio
y dulcemente canta.
para secarlos con su canto. Un marinero
permanece azorado, las piernas apartadas,
ante su sombra inmensa, en el atardecer, y es igual que si estuviera
de pie, sobre la proa de un navío, en un puerto extranjero
donde las aguas ignorase y donde, a la vez, le fuera preciso
echar el ancla.
Luego, cuando el anochecer se abate, lentamente, y de los muros
y de los cercos
desaparece la palpitación silenciosa y violeta del poniente, antes
de que los reverberos se enciendan,
se produce un súbito calor, y entonces
los rostros se adivinan más bien que se perciben.
Tu ves la sombra penetrar bajo las axilas en sudor;
el sonido de un vestido abanica, al pasar, el follaje de un árbol;
las camisas blancas de los jóvenes toman un color azul lejano, y
exhalan como un vaho,
y toda cosa es tan desprotegida, hechizada e inasible, que
quizás por eso
todas las luces se encienden a la vez, positivas para disipar
lo que es su precisión.
En las casas, los paños se parecen a banderas que caen
en un recalmón inexplicable del mar, cuando todo el mundo deja el barco,
y las banderas no tienen ya por quién flotar; penden así al atardecer,
enardecidas por el sol, lánguidas, olvidadas,
como pieles de grandes bestias, desolladas, de bestias degolladas
para un día de fiesta popular, de desfiles, de música, de
danzas y banquetes.
La fiesta pasó. Nadie en las calles. Sobre las aceras
papeles aceitados, escarapelas pisoteadas, cortezas, huesos...
ninguno, sin embargo, ha regresado a su casa, como si arrepentidos
estuvieran
y hubiesen asumido una prolongación innecesaria.
Los cuartos quedan sin apetito, y oscuros, mirados solamente
por las luces multicolores de la calle y los navíos, o por unas
estrellas distraídas
o por el repentino proyector de un camión de transporte que pasa,
cargados de soldados ebrios, de gritos y canciones,
y el proyector fija la sombra de la ventana de la casa,
sorda, discretamente, al igual que si fuese un gran cofre de madera
que dos marinos de sombra transportan sobre una orilla sin nadie.
Y a uno le vienen, entonces, ideas raras -es que ello no te sucede
a ti también?-
que cada uno de nosotros es -supuesto- dos hombres
con rostros encubiertos, rencorosos los dos,
que no pueden entenderse entre sí y que se acuerdan sólo en el momento
de trasladar el cofre, de cavar con las uñas
para enterrarlo, un poco más allá de la orilla.
Y tan bien como ellos, a pesar de todo su misterio, tú sabes
que en ese cofre yace un cuerpo dividido,
un cuerpo juvenil, querido; y ese cuerpo es su cuerpo
que ellos mismos ataran y enterraran,
como dos extranjeros.
Ese cofre semeja
con su forma perfecta, regular, decidida,
una puerta cerrada,
esas fotografías en su marco, de que hablamos,
semeja esta ventana por la que miramos el vaivén primaveral y
grato de la calle.
A menudo hallé ese cuerpo, ese rostro,
en las noches de luna clara, sobre todo, paseándome
-un poco pálido, pero siempre juvenil- por el muelle,
o por la calle de arriba, con los ribetes sucios,
las mujeres pintadas, los perros hambrientos, los hierros herrumbrados,
con los mal rasurados marineros, los frutos corrompidos, los reniegos,
las huecas mitades de limones,
los lavabos verdes, las cubetas, las candelas, los mecheros de gas.
traducción, Juan L. Ortiz.
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